septiembre 07, 2007

Un beso

...se miraron como nunca y como siempre.
Nada había sido planeado, pero ya estaban allí, muy juntos.
Sus labios se unieron por primera vez, pero no por última.
Fue un beso fresco, intenso y fugaz.
En él se expresaban años de anelos no descubiertos pero presentes y al fin, la barrera invisible que se habian impuesto estaba derrumbada.
La amistad brindaba carta blanca al amor;
un par de segundos abría muchas puertas...

Odio

El tiempo era infinito, los segundos parecían durar minutos, mis pasos eran eternos, pero se notaba la firmeza y algo más puro que la propia determinación; llegué y me le planté justo enfrente.
Mi cuerpo ardía.
Años de vivir entorno a los mismos términos: opresión, impotencia, inseguridad, agresión, crueldad, rencor, injusticia, temor…
Mis ojos veían sus gestos con cólera.
Observé que no mantenía la compostura, flaqueaba y dudaba. Dio un paso atrás, intimidándose por un aura colérica que me seguía desde el día que oí que su nombre había sido, desde siempre, el que corrompía la armonía de mi familia y su mismo nombre el que nos encaminó a paso de amigos a la amargura de una desgracia.
Mi paciencia había terminado justo en ese instante, cuando me vi superior y cuando después de tantos años, se cruzaba en el camino de mi vida.
Todo el rencor que se había anidado en mi corazón y el deseo de venganza le atemorizó, y yo lo noté, no pasó la piedad ni el perdón por mi mente, nunca me compadecí, ni un instante.
No dije una sola palabra, no pretendí desquitar el dolor que me había causado, no valía la pena aminorar su pesar con una de mis palabras.
Todo estaba declarado, y “todo” era una sola palabra: odio.
Sentía que algo irracional actuaba por mí, recorría mi cuerpo y navegaba entre mis venas, un veneno puro que aceleraba mi pulso, mi respiración e incitaba al desenfreno, a lastimar, golpear… matar.
Odio que se manifestara por primera y única vez en mi vida.
Retiró de mis ojos su mirada y jamás esta se cruzó otra vez conmigo.
Nunca nos vimos de nuevo, jamás.
Y sin embargo, ni el olvido ni el tiempo lograron borrar los vestigios de un sentimiento que había contaminado mi alma.
Un sentimiento forjando a fuego que me acompañó eternamente.

Personajes incidentales

Pagó la cena dejando una propina generosa a un mesero desatento a quien sin embargo dijo gracias con una sonrisa.

Elisa era una de tantas personas que caminan cada día muy rápido con los pensamientos disueltos en dos grandes grupos: pendientes por cumplir y cuentas que pagar.

Pero el día anterior, un encuentro extraño con un extraño cambió ligeramente su visión y ahora de regreso a casa, con el cabello ondeando libre al viento, recordó eso que ya de por sí no olvidaría nunca.

Extenuada de trabajo y preocupaciones, caminaba por un parque cuando tropezó y cayó sentada en la hierba verde. Una riza ajena delató a un muchacho esbelto de grandes ojos y lentes cuadrados; tendría unos dieciséis años, apenas diez menos que ella.

Él muchacho encajaba perfectamente con el opuesto exacto en su ánimo; exasperada hasta las venas y con la paciencia corrompida por un chiquillo impertinente.

Gritó con amargura mientras él solo tendía su mano para ayudarla, gesto que ella repelió secamente.

Elisa nunca notó el momento justo, pero estaba enterada que no era la misma de siempre, ahora vivía disgustada, de mala gana y molesta por todo y por nada en especial.

—Discúlpame pero, ¿puedo decirte algo? —Preguntó en ese entonces el chico—, lo que sea, no importa qué, hazlo con gusto.

Llegó al pórtico del edificio en que vivía, miró con placer el firmamento nocturno y pensó en el joven, que con un par de palabras había renovado su carácter.

Pasaron muchos meses desde lo ocurrido y Elisa se esforzaba por ser optimista, pero el esfuerzo siempre cansa y el cansancio tiende a afectar el espíritu y marcar distancia.

Problemas nuevos la preocupaban cuando un sábado muy temprano, saliendo de una cafetería con su humeante capuchino, se topó con una mujer, en cuya edad se reconoció a sí misma; pálida, protegida del frío con una gruesa gabardina negra, los brazos cruzados sobre el pecho y el semblante abatido, sin poder contener un llanto constante y silencioso.

Se vieron de frente unos segundos.

— ¿Estás bien?—preguntó Elisa.

—La verdad es que no—respondió la mujer después de una pausa.

Sincera franqueza de una desconocida, suficiente para decidirse a preguntar.

— ¿Quieres hablar? —cuestionó tímida y conmovida.

—Lo entendí de la manera difícil, pero es justamente eso— respondió dibujando una sonrisa ligera que iluminó asombrosamente su mirada.

—Disculpa, pero no entiendo —expuso Elisa— ¿qué es lo justo?

—Puedes confiar, porque hay personas que no te dejan sola— sin decir más se marchó.

Elisa quedó allí parada, con la boca ligeramente abierta y el corazón palpitando muy rápido. Se había distanciado de sus amigos por la equívoca ocurrencia de no hacerlos partícipes en sus tontos problemas.

Detalles sencillos pueden liberar pensamientos no pensados; porque los grandes cambios se dan en pequeños instantes.

La clave está en adaptarse y seguir.

Sacó el celular de su bolso, cerró los ojos y recordó el número que no había guardado en el aparato para nunca olvidar de su memoria, lo marcó enseguida y a pesar del tiempo recibió un saludo que anunció la cercanía de siempre y la presencia de su amiga para escuchar tonterías.

Porque eso son los amigos, piedras angulares siempre firmes, compañía confiable cuesta arriba.

Sobra decir lo libre que se sintió en adelante, porque una vez compartido el peso, la presión disminuía facilitando el pasar fácil por un momento difícil.

Transcurrió un largo año en el que poco a poco recobraba matices de su personalidad auténtica y rescataba del abandono su contagioso carisma.

Elisa entró al establecimiento acordado y pidió una bebida para esperar a su colega, quien le hablaría como siempre y sin fallo, de trabajo.

Había un hombre sentado cerca, calculó tendría unos cincuenta y cinco años; vestía un traje negro muy elegante, una camisa azul oscuro y para enmarcar aún más su porte, una corbata que combinaba perfectamente y el cabello estilizado totalmente blanco.

Algo impedía quitarle la vista de encima, sus ojos fríos parecían decir a quien los mirara que poco valía respirar o dejar de hacerlo, porque el mundo mismo era poca cosa.

—Señor, disculpe ¿se encuentra bien? —habló ella, quebrando de raíz su costumbre de no ser la primera palabra de una conversación.

Él la miró. El contacto concluyó a los escasos segundos, cuando se alejó lentamente a su silla un poco asustada, vació de un trago lo que quedaba en su vaso y se arrepintió sinceramente de su movimiento. Quedó claro, no deseaba compañía.

Salió a toda prisa del establecimiento sin ganas de seguir esperando.

— ¡Señorita! —gritaron desde el interior del bar.

Con la prisa había descuidado su bolsa.

La sorpresa fue descubrir que la voz de alerta era la del mismo hombre. Notó el radical cambio de actitud: serio pero amable, atento.

—Gracias —pronunció apenas.

—Que la justicia siempre mueva tu mundo para que la indiferencia no mueva el de los demás—dijo el señor con un brillo enérgico en la mirada.

Estaba desorientada, algo raro pasaba. Había intentado entablar una charla con él, cuando minutos antes sentado a dos asientos de ella con la barbilla sostenida en una mano, la vista fija en su copa y sin parpadear ni moverse, había respondido mirándola con desprecio. ¡Y ahora se respaldaba hablando de justicia!

Tomó la bolsa y se fue, a los pocos pasos volvió la mirada y sacudió la cabeza bruscamente de un lado a otro, como queriendo borrar algo de su pensamiento, sin dudar más siguió adelante, con un nuevo consejo en que pensar. Pero, por un momento habría jurado que lo que vio en ese último vistazo fue al tipo, sentado en la barra y con la actitud primera, arrogante y altanera, como si nunca hubiera cambiado de postura siquiera.

Hay ocasiones que es más cómodo dudar de los ojos que intentar desentrañar el problema; con las personas hay algo semejante, se les juzga y se cree comprenderlas, cuando lo único necesario es aceptarlas.

Ella se fue sin más.

Cuando el sol iluminó por completo el cielo del día siguiente, Elisa acababa de entrar al elevador del edificio, no pudo evitar dejar caer la montaña de papeles que cargaba, su expresión fue de completo asombro.

Dentro había tres personas más: un muchacho, una mujer y un señor.

La miraban desconcertados. Pronto el chico y la mujer se acercaron a ayudarla.

El muchacho tenía el ceño fruncido, se notaba enfadado y no dijo nada; mientras que la mujer sonreía más de lo creíble, simulando tal vez lo que no sentía y hablaba con frases amistosas que Elisa no escuchaba, pues estaba absorta en recuerdos e impresiones.

El hombre mientras tanto se mantenía en su sitio sin demostrar interés, con la mirada aburrida como si estuviera solo.

Elisa tomó el material mecánicamente y no pudo quedarse callada.

—Cambiaron mi vida— dijo más para sí que para ellos.

Obtuvo como respuesta tres miradas escépticas y escrutadoras.

—Quizá me recuerden —dijo sin pasar por alto la forma en que la miraban.

— ¡Yo los conozco…los vi una vez! —Exclamó desesperada — ¿Y usted señor? Fue apenas ayer.

Continuó su monólogo, comenzando a dudar de su propia cordura, además se veían tan diferentes a la imagen que recordaba.

—Tú me hablaste de alegría, de sobreponerla a todo, tú mencionaste la confianza, en la gente, en los amigos —respiraba desigualmente, sus latidos eran precipitados y se sintió impotente, nadie parecía entender una palabra— ¡Usted habló de dejar de lado la indiferencia para vivir con justicia!

Provocó que ahora el singular trío mantuviera los ojos muy abiertos, no llegó a notar que, acaso por casualidad u otra variante, pero había acertado tres veces.

Su cabeza trabajaba a toda marcha, las ideas se arremolinaban pronosticando una fuerte migraña. Salió del ascensor contrariada, sintiéndose mareada, inútil y avergonzada.

Las caras de desconcierto y temor que tenía de frente no ayudaban.

Nunca esperó que a los diez pasos escasos de su retirada, el muchacho la llamaría tocando su hombro para agradecerle muy animado, ni que la mujer estrecharía su mano mirándola con una gratitud fortaleciente y mucho menos que el señor se despidiera con un ligero movimiento y una sonrisa solemne.

Su expresión cambió una vez más, la certidumbre de apacible satisfacción tranquilizó su corazón y por primera vez en mucho tiempo se sintió realmente feliz.

Sin forma lógica ni intención de explicarlo, sintió que su alma saldó una cuenta triple.

Hay periodos donde se dejan las manos al mando de la inercia para que mediante un extraño lenguaje de garabatos sin aparente sentido y con ayuda de algún lápiz, se rellenen hojas de un contenido especial que surge del inconsciente, periodos cuando se deja de parpadear teniendo los ojos fijos en ningún lugar, no se escucha a quien habla ni se responde a quien pregunta; son todos lapsos de reflexión involuntaria que dividen el alma trasportándola a un ambiente paralelo donde actúa libre, sin trabas ni prejuicios.

Quizá fue allí cuando se topó de frente con el subconsciente incorpóreo de ellos, un reflejo andante que “actuaba” su propio cambio.

Así fue como Elisa apareció una sola vez en la vida de tres desconocidos, dejando cierta huella en forma de consejo que mencionaba algo acerca de alegría, confianza y justicia.

A veces atraviesan el camino de otra gente para luego seguir con el propio.

Podríamos llamarlos simplemente personajes incidentales.

FIN.

septiembre 06, 2007

Retazo de nada

...una ligera sinfonía que venía de quien sabe donde, cruzaba las barreras en su cabeza, un dulce sonido que se le antojaba más como un sabor o un aroma conocido, pero no.
Era un sonido, no había duda. Una musica que hacía estremecer su corazón y erizaba su piel, no lograba recordar el origen; no conseaguía ignorarla pero tampoco lo deseaba, era una adicción que bloqueaba lo demás. Pensó mucho en ella y sin embargo, nunca hayó procedencia alguna de tan magnífica melodìa.
No supo con exactitud cuando le ganó el sueño y se durmió, solo entonces recordó y entendió todo, no era una canción como creía, era una voz; el sonido de una risa que le probocaba una sonrisa, el tono que hacía que olvidara que existia el mal, la amargura, la ansiedad o el odio, escuchó entre sueños las palabras que solo su subconciente recordaba.
Su sueño era un sonido, una voz y nada más que eso.
La voz de su amor, de "su persona", su vida...su risa, sus palabras.
Cada noche se repetía la misma historia: insomnio, penamientos, derretirse al sueño, soñar y olvidarlo todo a la mañana para comenzar de nuevo por la noche.
Pero quien sabe, quizá alguna vez alguien diferente conquistaría sus pensamientos y nunca alejaría su voz ni su risa.
Alguna vez, quizá...
...mientras tanto, su corazón latía igual que el otro, más cerca que siempre y más lejos que nunca...

septiembre 02, 2007

El dilema de Isaac

Isaac llevaba inmóvil junto a la cama del hospital muchísimas horas, tantas, que se sentía como perdido en el tiempo, cosa que no era del todo errónea.

Sus ojos grises estaban fijos en un cuerpo que yacía recostado en una cama, lleno de tubos y cables que lo mantenían con vida, escasa y débil, pero al fin vida.

Nada tenía coherencia, nunca había visto o sentido algo parecido.

Pero, después de todo, ¿qué no pensaría alguien que miraba desde fuera su propio cuerpo?

La puerta se abrió cautelosamente, dando paso a una mujer de ojos negros que entraba insegura; se le notaba un fuerte golpe en la mejilla izquierda.

Isaac ya la había visto antes, una vez. Recordó muchas cosas: la vio cruzando la calle, una camioneta acercándose aceleradamente, el ruido amenazante del rechinar de llantas, el choque y entonces, antes de cerrar los ojos, la vio arrodillada junto a él; distinguió los mismos ojos negros llenos de angustia.

Después de esa última imagen, solo recordaba horas y horas viendo su propio cuerpo y cientos de preguntas sin respuesta, además de una extraña sensación de haber actuado contra su voluntad.

Isaac, para ese momento, ya tenía la total certeza de que nadie podía verlo ni escucharlo. Dedujo que no era un fantasma, porque los fantasmas eran (según lo que sabia) las almas sin descanso de las personas muertas y por lo que había oído decir a los médicos, no estaba muerto, solo en coma.

Aún así (con la esperanza casi nula de quien espera algo inalcanzable), Isaac se acercó y la tocó, tratando de captar su atención, nada a excepción de que su mano le atravesó el hombro provocándole un visible escalofrío.

— ¿Eres Isaac cierto? —dijo ella quedamente mirando al “Isaac tumbado en la cama”.

Se acercó un poco más.

—Yo, sólo quería decirte…gracias —expresó casi imperceptiblemente.

Segundos más tarde la mujer dio la vuelta y salió de la habitación.

Isaac la siguió sin saber porque.

Algo ocurrió repentinamente: su vista se nubló y todo a su alrededor se tornó negro.

Sintió una mano recorriendo todo su cuerpo a modo de caricia, se estremeció y cuando abrió los ojos nuevamente, ya no estaba en el hospital, no conocía el lugar.

Estaba en una casa ordenada, limpia y con un aroma agradable; sintió pánico.

Su única reacción fue correr, pero algo había cambiado, se sentía más ligero, ágil, rápido.

— ¿Qué te pasa gatito loco? —dijo entre risas una voz de mujer.

Isaac oyó la voz pero no la comprendió, miró a la mujer y reconoció a la misma persona del hospital; giró la cabeza y justo detrás de él, vio un espejo enorme. Entendió parte de lo que había escuchado.

Lo que le mostraba el reflejo era a un enorme gato pardo con matices grises y negros cubriendo todo su pelaje y unos enormes ojos verdes, con las pupilas rasgadas.

El gato del espejo estaba totalmente erizado y le regresaba un feroz gruñido muy particular.

Ella se acercó tratando de agarrarlo pero “Isaac-gato” se metió bajo la cama y siguió gruñendo.

—Bueno, como quieras, pero después no vengas por mimos.

Isaac la vio alejarse, lo sorprendió su nueva condición, pero lo sorprendió aún más que alguien le hablara a un gato, pensó que quizás eso hacía la gente con sus gatos, él no sabía nada de eso, porque los odiaba…y ahora era uno.

Escuchó el tintineo de llaves y una puerta cerrarse. Salió de su escondite.

Pensó miles de cosas a la vez… ¿Por qué compartía el cuerpo con un gato?, ¿Por qué el gato de ella?, ¿Por cuánto tiempo?, ¿Qué pasaba con él?, fueron demasiados cuestionamientos y una martirizante sensación de haber hecho algo que no quería.

Se le ocurrió que tenía que realizar algo antes de “morir”, (la idea le pareció absurda) comenzó a explorar todo a su alrededor y a acostumbrarse a su nuevo estado, al cabo de un tiempo (¡Que irrelevante le resultaba el tiempo últimamente!), se enteró de dos cosas.

La mujer que había visto tres veces y desde tres puntos de vista diferentes, se llamaba Sofía.

También se percató de lo fácil que era distraerse con objetos pequeños, porque había estado jugando con un anillo y no lo soltó hasta dejarlo inalcanzable.

Escuchó el sonido de llaves en la cerradura. Sofía entró directamente a su cuarto y se recostó en la cama.

Isaac instintivamente y casi contra su voluntad se le acercó. No era él mismo, en ese momento era el gato quien dirigía las acciones. Subió de un brinco para saludarla.

Ella lo acarició mecánicamente.

—Veo que ya me perdonaste, aunque yo no te hice nada.

Isaac sintió un extraño sonido surgir de su garganta, algo rítmico y vibrante.

Él gato la miró y notó que había llorado, presintió sin saber porque, que Sofía había ido otra vez al hospital.

Sentía mucho cariño hacia ella, aunque la conocía muy poco, admiró su nobleza.

Gradualmente se disipaba su odio irracional por los felinos domésticos, y antes de dormirse (hecho un ovillo) junto a ella, pensó con algo de esperanza, que si alguna vez todo se arreglaba, se compraría un gatito.

Sin esperarlo y sin saber en que momento, había cambiado de escenario nuevamente, pero ahora, estaba más extrañado que las veces anteriores.

Todo parecía normal, quizá demasiado. Miraba sus manos humanas como si fueran nuevas, algo no encajaba; examinó su reloj y el fechador le indicó el día exacto del accidente, y aún no sucedía.

Se encontraba en la situación que meditó más de una vez como “ser invisible a todos” y como “gato”…podía decidir, sin sentir que había actuado por puro instinto o reacción y no por verdadero deseo. Podía cambiarlo todo. Tenía derecho.

Había poco tiempo y dos opciones: Una era correr sin dudar a la derecha, hacia el sitio donde Sofía iba a ser atropellada sin remedio, esto suponía arriesgarse a una muerte segura; su otra opción era…simplemente dar la vuelta y caminar a la izquierda, hacia el edificio de ladrillos rojos que lo incitaba a escogerlo como nueva opción.

Si optaba por lo primero, ya sabía el resultado.

Si optaba por lo segundo, nadie podría echárselo en cara, porque no sería su culpa.

Isaac ya podía ver la camioneta azul acortando la distancia velozmente.

Con un rápido y definitivo análisis, tomó su decisión. Izquierda.

Retrocedió lentamente, pero buscándola, la vio distraída leyendo algo mientras cruzaba la calle. Sucedió lo que temía y era inevitablemente.

Sofía, a merced del vehículo, no se movió. Los dos se encontraron con la mirada.

Se arrepintió de haber dudado, su vida no valía nada si la dejaba morir, corrió con todas sus fuerzas pese a la corta distancia y se lanzó, empujándola para salvarla.

El conductor alcanzó ver a tiempo la maniobra y giró el volante bruscamente a la derecha; tan inesperado, que se estrelló con el edificio de ladrillos rojos y la parte trasera de la camioneta derrapó embistiendo a Isaac, haciéndolo volar y caer a unos metros de distancia.

Ocurrió algo que no había pasado la primera vez: observó la camioneta incrustada en el edificio despedazado (¡Que cerca estuvo de acabar en medio!).

Comprendió: su destino era salvarla para salvarse. Extraño pero cierto.

No podía moverse y no lo intentó, Sofía se acercó corriendo y se arrodilló junto a él, ya se notaba el golpe en su cara.

No oyó nada, pero sí leyó sus labios que decían que todo iba a estar bien. Cerró los ojos.

Cuando logró despertar, lo primero que vio fue a Sofía, sentada en una silla junto a la cama del hospital, le sonreía tímidamente.

Isaac se acostumbraba, sin ningún esfuerzo a verla muy seguido junto a él.

Percibió las secuelas del accidente, le dolía todo el cuerpo y de alguna manera se alegró, eso le indicaba que estaba vivo.

—Hola…yo, soy…

—Sofía —completó él sin dudarlo.

Ella abrió mucho los ojos, sorprendida.

— ¿Cómo sabes mi nombre? —pregunto con la voz apenas audible.

Isaac pensó en todo lo que había pasado, no pudo contestar, solo sonrió.

—Me dijeron que tu nombre es Isaac… gracias —dijo ella con naciente desconfianza.

—Si, pero eso ya lo habías dicho antes.

—No es posible, estabas en coma —. Dijo como para convencerse— Los doctores dicen que estuviste muerto, solo un momento.

—Pero te escuché —aseguró él sinceramente.

Sofía se planteo la idea de salir del cuarto y no regresar, por un puro impulso reprimido, se quedó.

Isaac notó el gesto y supo que debía contarle todo, no quería que ella se fuera creyendo que un loco que sabía su nombre, “casualmente” la había salvado.

—Sofía… —dijo él nervioso.

Su conversación se alargó mucho, le contó todo.

Ella, mientras escuchaba el relato, atravesó por todas las emociones posibles.

— ¿Cuánto tiempo dices que estuve así? , no lo creo —sentenció Isaac perplejo, después de enterarse.

—Ahora ponte en mis zapatos —dijo ella con un dejo de sarcasmo.

Se miraron y desviaron la vista.

—Tengo que irme —. Se puso de pie dispuesta a salir, pero se detuvo en la puerta— Te creo.

— ¡Sofía!...tu anillo, el de la piedra verde, está debajo de tu mesa.

Ella abrió la boca sorprendida, pero no quiso preguntar.

Fueron demasiadas emociones para ambos.

Se despidieron con un gesto de la mano y una sonrisa en la cara.

Ella reanudó la promesa de visita para el día siguiente.

Él entendió que no hace falta más de una oportunidad para hacer lo correcto.

Secretamente y sin saberlo, ambos pensaron lo mismo: el destino y las circunstancias los habían unido y ninguno iba a permitir que eso cambiara.


FIN.