noviembre 26, 2016

Las palmeras se han vestido de cipreses

//Por la luz que me robó el mundo. Sólo a Ella.


Las palmeras se han vestido de cipreses:
desterradas de raíces tropicales
lloran la inútil muerte de sus hijos.
Lloran perderse la silueta de su sombra.

Cada minuto de mundo en resonancia
trastoca la hermenéutica del cielo.
La aurora se sueña muerta
y el trueno se sabe sordo,
no escucha más que un espectro
de agonías y de góticas escalas.

Y el viento se ha vuelto plomo
y sus nubes ambulantes,
disertando entre amarguras,
sufren secas y sin sal.

Y el llanto del mar
–histérico llanto de mar–.
Nadie nunca lo amó tanto.
Jamás nadie lo versó.

Nunca el mar fue tan hermoso
Nunca el mar fue tan hermoso
Nunca el mar fue tan hermoso
¿Has visto que azul el mar?
Nunca el mar fue tan hermoso.
que cuando nació en sus ojos.

¿Por qué mienten? ¿quién se atreve?
Me encuentra un abismo, me molesta,
Vuelve, retorna, se queda
Vuelve varias veces en un día:
me destruye, raspa el alma, me agrede
consigue distraerme
y su eco suena vacío
-nostálgico, prematuro-.
Lejano, al oído, entre costillas, bajo las uñas, entre carne que respira
Rebota se estrella me mata me arranca me encierra me rompe me traga:
Está muerta, está muerta

Muerta como el mar.
Tan muerta como el sol.
Como un alma sin su padre,
como el hombre sin su hija:
Como sin granos de sal.

Y llego, y lo miro, y vuelvo y retorno.
Voy a buscarte junto al mar todas mis vidas.
Iré a Venecia. Iré a buscarla. Iré por ella.
Iré sin ella.

Cuando broten los reflejos,
y a la sombra de mi sombra,
tristes góndolas danzantes
amarradas a la orilla
vuelquen a los que acunaban;
cuando me vean sola
cunado te busquen
cuando no encuentren
y cuando encallen de pesar
y cuando se dejen hundir.
Con Italia de testigo,
con penumbra de su ausencia
sin su sonrisa de Diosa
sin la voz de mi conciencia.
Sin Ella…

Que la ciudad de agua me inunde de agua,
me ahogue, me pierda
Hoy no se antoja la vida.
Me mató la misma Muerte:
la que sedujo La entraña
Que sostuvo El cuerpo
Que cargó La mente
Que gestó La idea:
Que la vida es buena,
Que es botana y cena.

Cuando se me fue la vida,
y cuando escapó a la otra
entre palabras de pena,
coleccionadas de siempre:
¿Cuándo iremos a Venecia?
¿Y tu madre?.
Nunca te dejé olvidar
la promesa de sus fotos.
¿Cuándo caminaré tu México muerto?
¿Y dónde quedará la música?
¿Y si me da por buscarte?
¿Dónde vas a estar entonces?
Voy a buscarte junto al mar todas mis vidas.
Voy a buscarte junto al mar todas mis vidas.

Dolor que brota, que recuerda, que vale
Manantial nuevo, sano, repleto
Dolor que parte muy pronto,
sólo me queda la vida.
No puedo no puedo no puedo entender que me queda la vida.

Las palmeras se han vestido de cipreses: 
desterradas de raíces tropicales
lloran la inútil muerte de sus hijos.
Lloran perderse la silueta de su sombra.
Y el infinito del mar.
Y su azul maravilloso.
Y su calma y su sentido.
Y el poema de sus manos.
Y sus rojos favoritos.
Las palmeras se han vestido de cipreses.


Desde la cocina de Mario

//A Landy, sólo a ella

Cuando la luz comenzó a colorear el mundo la mañana del miércoles, Mario seguía muy despierto, desvelado pero feliz. No pudo dormir en toda noche y ningún pensamiento ocupó tanto sus sueños –los sueños que se sueñan sin estar dormido– como el concurso, haber sido elegido. Cuando Mario salía de casa se sentaba un momento cerca de la puerta a esperar a su mamá, la acompañaba a dejar a su hermanita a una guardería en donde aceptaban bebés y luego caminaban juntos rumbo a la escuela. Cada día, mientras esperaba, Mario observaba el mar y allí comenzaba todo de nuevo. Pero durante ese joven miércoles, él seguía en la cama, aún era muy temprano para ir a la escuela, su mamá dormía en el otro cuarto y probablemente su hermana también. Al fin  se levantó sin hacer ruido y desde la ventana de la cocina miró la posibilidad de un gran día: el sol se movía lentamente para asomarse y salir por el mar que tanto le gustaba ver. No había olas a lo lejos y daba la impresión de que el agua no se movía ni un centímetro, parecía que cualquier niño pudiera tomar su bicicleta y pedalear hasta llegar al sol, el agua no era agua esos días, era una gran plancha de cemento plateado. Justo así le gustaba el mar y ese día podía ser muy especial, sobre todo ahora que lo habían elegido como uno de los finalistas en el concurso de poesía, ¡habían elegido uno de sus poemas! Trató de recordar cómo había empezado todo y decidió que fue aquella primera mañana de cuarto año, con el nuevo maestro de español –el suplente que a todos les caía bien– quien le repartió a cada niño dos hojas de papel reciclado. En la primera –les dijo– está escrito un poema diferente para cada uno; en la segunda ustedes deben escribir el suyo. Cuando más tarde le contó a su mamá del poema seleccionado, ella lo abrazó y le dijo lo que le decía siempre: Mario, mi niño, que orgullosa mamá tienes Mario. Y él se sentía radiante, sentía que podía cuidarla a ella y a su hermanita aunque fuera flaco y bajito.
Pero el buen día cambió drásticamente unas horas más tarde. Mario estaba inquieto esperando con otros tres estudiantes (todos mayores que él) en la oficina de la directora, casi había olvidado la felicidad de la mañana y el abrazo de mamá y todo lo alegre de sus pensamientos; lo único que no podía olvidar es lo cansado que se sentía por no haber dormido en toda la noche, ni siquiera el recuerdo de las estrellas servía de algo. Tenía un miedo terrible, además del cansancio y los nervios. Nadie le dijo que los ganadores leerían sus poemas en voz alta frente a otros estudiantes y en una escuela distinta. Mario se sentía diferente, él sabía que los demás niños eran buenos en cosas que él no podía hacer muy bien: no era buen jugador de futbol, no sabía nadar, le daba un poco de miedo hablar con personas a quienes casi no conocía y definitivamente no le gustaba la idea de leer en público y en voz alta.  Dejó de escuchar a la directora, ya no entendía ninguno de los detalles.
Esa tarde en casa no pudo dormir a pesar de estar agotado, estaba tan triste y desanimado que poco importaba ser un elegido ganador, tenía mucho miedo de leer su poema (¿Y si a nadie le gustaba? ¿Y si se burlaban de él?), deseó incluso que nada hubiera pasado, deseó que el mar se secara y que el sol no siguiera saliendo cada mañana por su horizonte; ellos también eran culpables de todo, cuántas palabras bonitas nacían como música cuando él miraba por la ventana de la cocina, cuántas cosas “le obligaban” a escribir… y todos los colores maravillosos y la luz brillante que cubría y reflejaba todo. No habló de nada con su mamá, ni siquiera jugó con su hermana esa tarde cuando llegaron a casa, comió muy poco y se fue a su cuarto. Cinco minutos después de acostarse se quedó dormido y casi al instante comenzó a soñar, pero no fueron buenos sueños, sino terribles pesadillas. Soñó con hombres que disparaban y con bombas que rompían la tierra, soñó que lo encerraban en un lugar sin ventanas y nadie venía a ayudarlo. Las noches y los días del resto de la semana tampoco vinieron en su ayuda y a pesar de ello, el día de la lectura en voz alta llegó.
Mario siempre fue el más pequeño de su salón, sin embargo, ahora no sólo era físicamente su tamaño lo que destacaba; tenía casi once y poco valían si se comparaban con los quince cumplidos del mayor de los concursantes. Mario temblaba ligeramente, miró -casi sin voltear la cabeza- el reloj de pulsera rojo de la chica que leería antes que él: tres cuarenta de la tarde, faltaban veinte minutos para que mamá fuera por Melisa a la guardería (ojalá no tardara mucho, no le gustaba que su hermana estuviera allí más tiempo del necesario) y faltaban los mismos veinte minutos para su turno, leería su mejor poema, el más hermoso de ellos. ¡Pero había tanta gente! Le habían dicho que era un concurso importante, su mamá había firmado el permiso para ir a otra escuela con el resto de sus compañeros, pero le habría encantado que pudiera escuchar el poema y estar allí. Le gustaba la poesía cada vez más y se daba cuenta de que mejoraba con la práctica, ya no podía dejar de escribir sus poemas; las palabras se acomodaban y hacían melodías en su cabeza y luego, sólo tenía que escribirlas, contarlas al aire, o a quien quisiera escucharle, o a nadie. Pero, ¿por qué no le habían explicado cuánta gente estaría allí para escucharlo? ¿Por qué nadie le dijo que no importaba si no tenía un bonito reloj rojo en la muñeca? ¿Por qué nunca lo convencieron para entender que él también podía ganar? Ojalá su maestro suplente estuviera allí, él lo conocía y seguramente aplaudiría. Su turno. Mario Sánchez (tan solo Sánchez) con su poema “La Esperanza”. Tres pasos al frente para acercarse al micrófono. Sus zapatos no sonaban bien, sonaban a zapatos viejos y un poco rotos, el auditorio era tan grande, como poner cien veces su casa allí dentro. Cerró y abrió los ojos lentamente, llenó sus pulmones de aire y…nada. El silencio más largo del mundo y la garganta cerrada, no salían los sonidos. Mario nunca estuvo tan asustado como en ese momento, todos lo miraban y esperaban. Cerró los ojos otra vez y así se quedó un momento, recordando; esa mañana su mamá lo abrazó dos veces y volvió a repetirle al oído las mismas palabras “Mario, mi niño, tienes una mamá muy orgullosa Mario”, lo dijo como lo decía siempre, con mucha verdad, ella no mentía, ni siquiera cuando le confesó que tenía miedo. Respiró profundamente, como si el aire pudiera curar todo el miedo del mundo, abrió los ojos y comenzó a leer:

                                       …Desde el mar de mi cocina,
                            donde comienza la vida…

Terminó la lectura. Sus manos que apretaban el poema seguían temblando, cuando levantó la vista y miró al público el silencio se rompió en mil aplausos, el niño imaginó que la ovación duraría para siempre. Su cara no podía dejar de sonreír y él no intentó hacerlo.

Mario era un niño inteligente, sabía que no tenía tanto dinero como otros compañeros de la escuela, ni siquiera tenía una bicicleta, sabía también que su casa no era grande y que sus zapatos nunca eran tan nuevos como a veces deseaba; sabía muy bien que su mamá trabajaba muchas muchísimas horas y que no podría estar con él siempre que leyera un poema; entendía que no tenía un papá a la mano,  y que no conocía a abuelos o tíos que lo consintieran (o por lo menos que cuidaran a la bebé), pero nada de eso le importaba porque un día lo entendió todo. Su casa tenía la mejor ventana del mundo porque si salía por allí podía cruzar el océano entero; a veces, encontraba personas que lo ayudaban tanto como habría hecho un tío favorito, justo como aquel maestro de español que le enseñó la música de las palabras. Y lo más importante de todo, el trabajo de mamá quedaba al sur de la ciudad y su primaria al norte, ella caminaba con él cada mañana aunque luego tuviera que volver por el camino para ir al trabajo; ella siempre le decía la verdad y le hacía saber lo orgullosa que se sentía. Pero no sólo eran las palabras, Mario veía en los ojos de su madre las verdades de las que hablaba. Antes de vivir los tres solos, Mario pensaba que no había otra manera de que su hermanita tuviera un papá, por eso soportaba los gritos. El día en que su mamá se enteró –enojada como nunca la había visto– dejó al papá de Meli. Y aquella vez, luego de abrazarlo, le explicó que nadie debía gritarle, ni hacerlo sentir mal. El día que Mario lo entendió se dio cuenta que estaba lleno de palabras y supo que tener una bicicleta, realmente no era lo más importante que podía tenerse en la vida. 

El primer cuento



Toda la culpa es de mi hermano. Me acuerdo que era julio porque casi iba a cumplir siete. Y ya tengo siete y medio. Me dio un regalo, dijo que como yo ya iba a ser un adulto tenía que empezar a leer cuentos. Le contesté muy enojado que había leído millones. Mentí. Me explicó que el primer cuento siempre tiene magia. Todos dormían cuando lo abrí y con una lamparita comencé a leer. En la mañana me despertó una mordida en la nariz. Cuando me puse mis lentes encontré una gotita de sangre. ¡No pude ni gritar! Junto a mí había un conejito gris. Desde ese día cada vez que me da hipo escupo uno o dos conejitos, a veces hasta tres. Ya no duermo en mi cuarto. Si me quedara adentro de la casa, en algún hipo nocturno escupiría tantos conejitos que nos quedaríamos sin aire. Duermo en el jardín, así cuando ellos nacen pueden masticar las plantas de mi mamá. Mis conejitos son muy inteligentes, aprendieron a hacer torres para abrir el refri y comerse las lechugas. Mi papá dice que puedo solucionar la hambruna mundial. Tan sólo de pensarlo me da un hipo tremendo y los escupo en avalanchas. Ya no como cosas que piquen y siempre uso suéter. ¡Es peligroso tener hipo tan seguido! Pero gracias a tu idea tal vez me cure. Busqué mucho y ya escogí otro cuento. Se llama Axolotl, no sé lo que significa, pero lo escribió el mismo hombre. Debe ser un buen cuento.


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febrero 04, 2016

Café de abuelas


Nunca he saboreado una taza de café como lo hacen quienes con él se despiden del universo onírico del sueño y vuelven a la vida cada mañana. Mi abuela materna desde niños nos daba café con leche y azúcar, allí brilla un recuerdo de mi infancia. Café que salía de la tierra de su patio antes de que el patio ya no tuviera café. Cortaba los granos rojos (eran dulces los granos rojos), los llevaba a la azotea de la casa, los dejaba al sol varios días y varias noches, ya secos los tostaba y los molía un molino de mano; la primera molida era para martajar la cáscara, poner los granos en una palangana y soplar y sacudir las cáscaras. La segunda molida era fina. De allí salía el polvo oscuro que guardaba luego en una lata de un kilo. Hasta ahora pienso y recuerdo todo ese proceso, yo ayudaba a moler y a soplar, otras veces sentada desde la azotea tiraba a manos llenas los granos a medio secar, yo era una niña. Se enojaba. Levantaba cada grano para llevarlo de nuevo al sol. Tal vez cuando mi abuela muera la recordaré siempre por el café que hacía para ella y para mí, el café que salía de la tierra de su patio y que yo molía.
Mi abuela paterna murió hace muy poco, aún cuento los meses que han pasado. La otra noche pensaba que no quiero sorprenderme un día en que hayan transcurrido años. Quiero saber siempre cuánto tiempo ha pasado, a la  mejor se vuelve una obsesión, a la mejor la obsesión me la recuerda para siempre… mi abuela paterna tomaba el café cada noche. Una taza (yo elegía para ella mi taza favorita de entre sus tazas) con la mitad de agua y la mitad de leche, una cucharada chica de café descafeinado soluble, sin azúcar, muy caliente. Tomaba con su café galletas saladas, galletas normales para café, pan o lo que fuera. Nunca lo terminaba, quedaba un centímetro y medio, cada noche. Yo lo preparaba para ella y volvía luego a la cocina con ese centímetro y medio. Mi abuela preparaba café árabe, que se toma muy concentrado, en porciones pequeñas y amargas. Ella siempre me contó que “leía el café”. Te tomabas un café árabe con una persona, platicabas, la persona y tú se relajaban, luego, sobre el plato se volteaba la tacita y el asiento del café escurría. Se formaban figuras. Landy leía en esas formas el futuro de las personas. Yo quería pedirle que me enseñara a hacerlo. Seguro lo habría hecho. Pero las abuelas siempre se mueren antes de tantas y tantas cosas.

Nunca he saboreado una taza de café como lo hacen otros, ahora sólo tomo café cuando tengo frío, sirve para calentar el cuerpo…y también un poco para calentar el alma.