En
la misma banca de tablones, mirando el cielo azul claro a través del mentón de
ella (que también miraba el cielo), recostado en sus piernas. Siempre igual, a
pesar del transcurrir del tiempo. Su mundo solo cambiaba de lugar, no en sí
mismo. Los mismos destellos en los ojos, la misma sonrisa ella, el mismo gesto
él. Como si no hubiera ocurrido, todo asemejaba la noche anterior. Las tiernas
atenciones y las pláticas infinitas, el clima, la vaporosa tarde que olía como
cada tarde: a dulce, a lodo, tal vez un poco a sal y mantequilla, y por
supuesto a soledad.
En
su caso, llanto incontenible. Apenas un par de metros atrás, lo había dejado sentado
en su banca improvisada de cada vez y tenía la certeza de que la distancia era
mucho más que ese par de metros; hacía tiempo que ya no se veía reflejada en
sus ojos, en su lugar había un nuevo lugar …no quedaba espacio para ella.
Terminó de alimentar a la hermosa yegua preñada y escondió en su cuello las
lágrimas que no acabarían el resto de la noche, el suave relincho del animal
sofocaba de a poco su voz.
Los
cachorros rugían a lo lejos, eran el gran milagro de los noticieros y el nuevo
corazón que bombeaba esperanza. Y ellos permanecían unidos en una mirada; los
ojos de él se enrojecieron y sin que llegara a escaparse una sola lágrima, se
inundaron. Entendió que ella entendía, la relación se había terminado. Se
levantó y se fue, lo dejó solo; en ese instante se cerró el trato.
La
luna llena festejaba el éxito de la nueva gira y bañaba con su reflejo una
banca de tablones improvisada, mientras un hombre alto y una mujer morena se miraban
intensamente a los ojos durante una eternidad…o un parpadeo, ella intuyó sus
palabras y las de él. Y se imaginó en la escena que acababa de inventar.
−Ya
no queda nada.
−No
juegues –risa.
−Desde
hace mucho, no justo ahora.
Silencio
-no más risa- comprendió que no bromeaba.
En
la misma banca de tablones, mirando el cielo azul claro a través del mentón de
ella (que también miraba el cielo), recostado en sus piernas. No había más que
hablar. Los sonidos del mundo comenzaron a cobrar fuerza y les obligaron a aterrizar.
Los cascabeles de un par de payasos a medio maquillar, choque de metales y rechinar
de los mismos, el crujiente continuo del elefante al mascar, relinchos y un
único balido joven, las charlas alegres de principio de temporada. Se levantó y
le tendió la mano.
Caminaron
lentamente, juntos, como postergando los pasos; el autobús apareció a lo lejos.
Se miraron a la cara una última vez, se reducía la distancia, ya estaba cerca. Levantó
el brazo formando un ángulo agudo con el suelo. Se besaron en la boca aunque
ninguno lo pensó previamente. Fue aquel beso el tributo a los mejores años, los
años gloriosos. Él subió y el transporte lo sacó de allí para siempre, no
volvieron a verse.
No
volteó ni la miró. Aunque se imaginó volteando, mirándola y decidió también,
imaginar que le dedicaba unas cuantas palabras, una promesa infinita.
−Hasta
mañana mi amor, soñaré con tu historia.
Fin
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