noviembre 20, 2008

Lecciones de tránsito

La chica bajó del camión de un salto.
Se acomodó la mochila en la espalda y se remangó las mangas de la chamarra, al momento siguiente se agachó sobre su pié izquierdo para amarrar las agujetas.
Cuando volvió a levantar la vista, se le dilataron las pupilas del susto, en su corazón hubo un destello de taquicardia y en menos de medio segundo se le difundió una racha de adrenalina por todo el cuerpo.
Pero el automóvil frenó justo a tiempo.
No alcanzó ni a rozar al perro grande y desgreñado que se revolcaba haciendo cabriolas y rascándose a mitad de la calle, sin percatarse del peligro.
Ella no le quitó la vista de encima ni un momento, el animal caminaba indeciso y al mismo tiempo totalmente quitado de pena; andaba hacia atrás y adelante, medio esquivando los autos y éstos medio esquivándolo a él.
La transitada avenida no se iba a detener por un perro callejero que parecía tener dotes de falso héroe, o mejor dicho, de suicida.
Pero ella no podía hacer nada, miraba nerviosa el semáforo que brillaba en verde y que daba la impresión de que no cambiaría nunca, de pronto se dio cuenta de que mantenía el puño aferrando una de las gastadas correas de la mochila, relajó la mano y a los pocos segundos el tráfico redujo la velocidad hasta detenerse del todo; el semáforo había cambiado del breve ámbar al rojo.
Era su turno de pasar, pero ahora el temerario perro había retornado sobre sus pasos y regresado a su inicio, cerca de la muchacha.
Ella cruzó aún mirándolo y a la mitad de la calle chocó la palma de la mano dos veces seguidas contra su pierna llamando al despistado animal, pero éste no comprendió lo que a ella le pareció lo más obvio del mundo.
Se encontró con los azulosos ojos del cuadrúpedo justo cuando lo miraba desde el camellón, y entonces sí que entendió. Caminó orgullosamente con la cabeza levantada y la lengua colgando por un costado del hocico, haciendo gala de sus cuatro patas flacuchas que lo transportaban con un curioso y desgarbado trote a saltitos.
Una vez lado a lado, la chica confirmó la ruta y cruzaron juntos la segunda parte de avenida, el perro había comprendido bien la idea, pero ahora no seguía a la muchacha, sino que caminaba elegantemente junto a ella.
Lo lograron, ¡estaban del otro lado!
Y el pulgoso y sucio perrazo seguía siendo eso y no una mancha despeluchada de sangre y huesos embarrada sobre el asfalto.
La chica cambió de hombro la mochila y en la mano que quedó libre a su costado sintió algo húmedo y baboso, era el perro que primero la tocó levemente con la nariz y luego le lamió de lleno la mano, ella como respuesta le acarició la larga nariz hasta la frente con el dedo índice. El can movió la cola efusivamente un par de veces y le dedicó una gran sonrisa —o eso le pareció a ella — enseñando todos los dientes y colmillos y una vez más, la lengua desbordada por un lado.
El curioso espécimen de mechones negros y marrones siguió su propio camino y la chica continuó derecho hacia su casa, con la certeza de que el travieso callejero había aprendido y que la próxima vez, esperaría ver andar a alguna otra persona, para poder caminar a saltitos junto a ella.

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