noviembre 26, 2016

Desde la cocina de Mario

//A Landy, sólo a ella

Cuando la luz comenzó a colorear el mundo la mañana del miércoles, Mario seguía muy despierto, desvelado pero feliz. No pudo dormir en toda noche y ningún pensamiento ocupó tanto sus sueños –los sueños que se sueñan sin estar dormido– como el concurso, haber sido elegido. Cuando Mario salía de casa se sentaba un momento cerca de la puerta a esperar a su mamá, la acompañaba a dejar a su hermanita a una guardería en donde aceptaban bebés y luego caminaban juntos rumbo a la escuela. Cada día, mientras esperaba, Mario observaba el mar y allí comenzaba todo de nuevo. Pero durante ese joven miércoles, él seguía en la cama, aún era muy temprano para ir a la escuela, su mamá dormía en el otro cuarto y probablemente su hermana también. Al fin  se levantó sin hacer ruido y desde la ventana de la cocina miró la posibilidad de un gran día: el sol se movía lentamente para asomarse y salir por el mar que tanto le gustaba ver. No había olas a lo lejos y daba la impresión de que el agua no se movía ni un centímetro, parecía que cualquier niño pudiera tomar su bicicleta y pedalear hasta llegar al sol, el agua no era agua esos días, era una gran plancha de cemento plateado. Justo así le gustaba el mar y ese día podía ser muy especial, sobre todo ahora que lo habían elegido como uno de los finalistas en el concurso de poesía, ¡habían elegido uno de sus poemas! Trató de recordar cómo había empezado todo y decidió que fue aquella primera mañana de cuarto año, con el nuevo maestro de español –el suplente que a todos les caía bien– quien le repartió a cada niño dos hojas de papel reciclado. En la primera –les dijo– está escrito un poema diferente para cada uno; en la segunda ustedes deben escribir el suyo. Cuando más tarde le contó a su mamá del poema seleccionado, ella lo abrazó y le dijo lo que le decía siempre: Mario, mi niño, que orgullosa mamá tienes Mario. Y él se sentía radiante, sentía que podía cuidarla a ella y a su hermanita aunque fuera flaco y bajito.
Pero el buen día cambió drásticamente unas horas más tarde. Mario estaba inquieto esperando con otros tres estudiantes (todos mayores que él) en la oficina de la directora, casi había olvidado la felicidad de la mañana y el abrazo de mamá y todo lo alegre de sus pensamientos; lo único que no podía olvidar es lo cansado que se sentía por no haber dormido en toda la noche, ni siquiera el recuerdo de las estrellas servía de algo. Tenía un miedo terrible, además del cansancio y los nervios. Nadie le dijo que los ganadores leerían sus poemas en voz alta frente a otros estudiantes y en una escuela distinta. Mario se sentía diferente, él sabía que los demás niños eran buenos en cosas que él no podía hacer muy bien: no era buen jugador de futbol, no sabía nadar, le daba un poco de miedo hablar con personas a quienes casi no conocía y definitivamente no le gustaba la idea de leer en público y en voz alta.  Dejó de escuchar a la directora, ya no entendía ninguno de los detalles.
Esa tarde en casa no pudo dormir a pesar de estar agotado, estaba tan triste y desanimado que poco importaba ser un elegido ganador, tenía mucho miedo de leer su poema (¿Y si a nadie le gustaba? ¿Y si se burlaban de él?), deseó incluso que nada hubiera pasado, deseó que el mar se secara y que el sol no siguiera saliendo cada mañana por su horizonte; ellos también eran culpables de todo, cuántas palabras bonitas nacían como música cuando él miraba por la ventana de la cocina, cuántas cosas “le obligaban” a escribir… y todos los colores maravillosos y la luz brillante que cubría y reflejaba todo. No habló de nada con su mamá, ni siquiera jugó con su hermana esa tarde cuando llegaron a casa, comió muy poco y se fue a su cuarto. Cinco minutos después de acostarse se quedó dormido y casi al instante comenzó a soñar, pero no fueron buenos sueños, sino terribles pesadillas. Soñó con hombres que disparaban y con bombas que rompían la tierra, soñó que lo encerraban en un lugar sin ventanas y nadie venía a ayudarlo. Las noches y los días del resto de la semana tampoco vinieron en su ayuda y a pesar de ello, el día de la lectura en voz alta llegó.
Mario siempre fue el más pequeño de su salón, sin embargo, ahora no sólo era físicamente su tamaño lo que destacaba; tenía casi once y poco valían si se comparaban con los quince cumplidos del mayor de los concursantes. Mario temblaba ligeramente, miró -casi sin voltear la cabeza- el reloj de pulsera rojo de la chica que leería antes que él: tres cuarenta de la tarde, faltaban veinte minutos para que mamá fuera por Melisa a la guardería (ojalá no tardara mucho, no le gustaba que su hermana estuviera allí más tiempo del necesario) y faltaban los mismos veinte minutos para su turno, leería su mejor poema, el más hermoso de ellos. ¡Pero había tanta gente! Le habían dicho que era un concurso importante, su mamá había firmado el permiso para ir a otra escuela con el resto de sus compañeros, pero le habría encantado que pudiera escuchar el poema y estar allí. Le gustaba la poesía cada vez más y se daba cuenta de que mejoraba con la práctica, ya no podía dejar de escribir sus poemas; las palabras se acomodaban y hacían melodías en su cabeza y luego, sólo tenía que escribirlas, contarlas al aire, o a quien quisiera escucharle, o a nadie. Pero, ¿por qué no le habían explicado cuánta gente estaría allí para escucharlo? ¿Por qué nadie le dijo que no importaba si no tenía un bonito reloj rojo en la muñeca? ¿Por qué nunca lo convencieron para entender que él también podía ganar? Ojalá su maestro suplente estuviera allí, él lo conocía y seguramente aplaudiría. Su turno. Mario Sánchez (tan solo Sánchez) con su poema “La Esperanza”. Tres pasos al frente para acercarse al micrófono. Sus zapatos no sonaban bien, sonaban a zapatos viejos y un poco rotos, el auditorio era tan grande, como poner cien veces su casa allí dentro. Cerró y abrió los ojos lentamente, llenó sus pulmones de aire y…nada. El silencio más largo del mundo y la garganta cerrada, no salían los sonidos. Mario nunca estuvo tan asustado como en ese momento, todos lo miraban y esperaban. Cerró los ojos otra vez y así se quedó un momento, recordando; esa mañana su mamá lo abrazó dos veces y volvió a repetirle al oído las mismas palabras “Mario, mi niño, tienes una mamá muy orgullosa Mario”, lo dijo como lo decía siempre, con mucha verdad, ella no mentía, ni siquiera cuando le confesó que tenía miedo. Respiró profundamente, como si el aire pudiera curar todo el miedo del mundo, abrió los ojos y comenzó a leer:

                                       …Desde el mar de mi cocina,
                            donde comienza la vida…

Terminó la lectura. Sus manos que apretaban el poema seguían temblando, cuando levantó la vista y miró al público el silencio se rompió en mil aplausos, el niño imaginó que la ovación duraría para siempre. Su cara no podía dejar de sonreír y él no intentó hacerlo.

Mario era un niño inteligente, sabía que no tenía tanto dinero como otros compañeros de la escuela, ni siquiera tenía una bicicleta, sabía también que su casa no era grande y que sus zapatos nunca eran tan nuevos como a veces deseaba; sabía muy bien que su mamá trabajaba muchas muchísimas horas y que no podría estar con él siempre que leyera un poema; entendía que no tenía un papá a la mano,  y que no conocía a abuelos o tíos que lo consintieran (o por lo menos que cuidaran a la bebé), pero nada de eso le importaba porque un día lo entendió todo. Su casa tenía la mejor ventana del mundo porque si salía por allí podía cruzar el océano entero; a veces, encontraba personas que lo ayudaban tanto como habría hecho un tío favorito, justo como aquel maestro de español que le enseñó la música de las palabras. Y lo más importante de todo, el trabajo de mamá quedaba al sur de la ciudad y su primaria al norte, ella caminaba con él cada mañana aunque luego tuviera que volver por el camino para ir al trabajo; ella siempre le decía la verdad y le hacía saber lo orgullosa que se sentía. Pero no sólo eran las palabras, Mario veía en los ojos de su madre las verdades de las que hablaba. Antes de vivir los tres solos, Mario pensaba que no había otra manera de que su hermanita tuviera un papá, por eso soportaba los gritos. El día en que su mamá se enteró –enojada como nunca la había visto– dejó al papá de Meli. Y aquella vez, luego de abrazarlo, le explicó que nadie debía gritarle, ni hacerlo sentir mal. El día que Mario lo entendió se dio cuenta que estaba lleno de palabras y supo que tener una bicicleta, realmente no era lo más importante que podía tenerse en la vida. 

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