septiembre 02, 2007

El dilema de Isaac

Isaac llevaba inmóvil junto a la cama del hospital muchísimas horas, tantas, que se sentía como perdido en el tiempo, cosa que no era del todo errónea.

Sus ojos grises estaban fijos en un cuerpo que yacía recostado en una cama, lleno de tubos y cables que lo mantenían con vida, escasa y débil, pero al fin vida.

Nada tenía coherencia, nunca había visto o sentido algo parecido.

Pero, después de todo, ¿qué no pensaría alguien que miraba desde fuera su propio cuerpo?

La puerta se abrió cautelosamente, dando paso a una mujer de ojos negros que entraba insegura; se le notaba un fuerte golpe en la mejilla izquierda.

Isaac ya la había visto antes, una vez. Recordó muchas cosas: la vio cruzando la calle, una camioneta acercándose aceleradamente, el ruido amenazante del rechinar de llantas, el choque y entonces, antes de cerrar los ojos, la vio arrodillada junto a él; distinguió los mismos ojos negros llenos de angustia.

Después de esa última imagen, solo recordaba horas y horas viendo su propio cuerpo y cientos de preguntas sin respuesta, además de una extraña sensación de haber actuado contra su voluntad.

Isaac, para ese momento, ya tenía la total certeza de que nadie podía verlo ni escucharlo. Dedujo que no era un fantasma, porque los fantasmas eran (según lo que sabia) las almas sin descanso de las personas muertas y por lo que había oído decir a los médicos, no estaba muerto, solo en coma.

Aún así (con la esperanza casi nula de quien espera algo inalcanzable), Isaac se acercó y la tocó, tratando de captar su atención, nada a excepción de que su mano le atravesó el hombro provocándole un visible escalofrío.

— ¿Eres Isaac cierto? —dijo ella quedamente mirando al “Isaac tumbado en la cama”.

Se acercó un poco más.

—Yo, sólo quería decirte…gracias —expresó casi imperceptiblemente.

Segundos más tarde la mujer dio la vuelta y salió de la habitación.

Isaac la siguió sin saber porque.

Algo ocurrió repentinamente: su vista se nubló y todo a su alrededor se tornó negro.

Sintió una mano recorriendo todo su cuerpo a modo de caricia, se estremeció y cuando abrió los ojos nuevamente, ya no estaba en el hospital, no conocía el lugar.

Estaba en una casa ordenada, limpia y con un aroma agradable; sintió pánico.

Su única reacción fue correr, pero algo había cambiado, se sentía más ligero, ágil, rápido.

— ¿Qué te pasa gatito loco? —dijo entre risas una voz de mujer.

Isaac oyó la voz pero no la comprendió, miró a la mujer y reconoció a la misma persona del hospital; giró la cabeza y justo detrás de él, vio un espejo enorme. Entendió parte de lo que había escuchado.

Lo que le mostraba el reflejo era a un enorme gato pardo con matices grises y negros cubriendo todo su pelaje y unos enormes ojos verdes, con las pupilas rasgadas.

El gato del espejo estaba totalmente erizado y le regresaba un feroz gruñido muy particular.

Ella se acercó tratando de agarrarlo pero “Isaac-gato” se metió bajo la cama y siguió gruñendo.

—Bueno, como quieras, pero después no vengas por mimos.

Isaac la vio alejarse, lo sorprendió su nueva condición, pero lo sorprendió aún más que alguien le hablara a un gato, pensó que quizás eso hacía la gente con sus gatos, él no sabía nada de eso, porque los odiaba…y ahora era uno.

Escuchó el tintineo de llaves y una puerta cerrarse. Salió de su escondite.

Pensó miles de cosas a la vez… ¿Por qué compartía el cuerpo con un gato?, ¿Por qué el gato de ella?, ¿Por cuánto tiempo?, ¿Qué pasaba con él?, fueron demasiados cuestionamientos y una martirizante sensación de haber hecho algo que no quería.

Se le ocurrió que tenía que realizar algo antes de “morir”, (la idea le pareció absurda) comenzó a explorar todo a su alrededor y a acostumbrarse a su nuevo estado, al cabo de un tiempo (¡Que irrelevante le resultaba el tiempo últimamente!), se enteró de dos cosas.

La mujer que había visto tres veces y desde tres puntos de vista diferentes, se llamaba Sofía.

También se percató de lo fácil que era distraerse con objetos pequeños, porque había estado jugando con un anillo y no lo soltó hasta dejarlo inalcanzable.

Escuchó el sonido de llaves en la cerradura. Sofía entró directamente a su cuarto y se recostó en la cama.

Isaac instintivamente y casi contra su voluntad se le acercó. No era él mismo, en ese momento era el gato quien dirigía las acciones. Subió de un brinco para saludarla.

Ella lo acarició mecánicamente.

—Veo que ya me perdonaste, aunque yo no te hice nada.

Isaac sintió un extraño sonido surgir de su garganta, algo rítmico y vibrante.

Él gato la miró y notó que había llorado, presintió sin saber porque, que Sofía había ido otra vez al hospital.

Sentía mucho cariño hacia ella, aunque la conocía muy poco, admiró su nobleza.

Gradualmente se disipaba su odio irracional por los felinos domésticos, y antes de dormirse (hecho un ovillo) junto a ella, pensó con algo de esperanza, que si alguna vez todo se arreglaba, se compraría un gatito.

Sin esperarlo y sin saber en que momento, había cambiado de escenario nuevamente, pero ahora, estaba más extrañado que las veces anteriores.

Todo parecía normal, quizá demasiado. Miraba sus manos humanas como si fueran nuevas, algo no encajaba; examinó su reloj y el fechador le indicó el día exacto del accidente, y aún no sucedía.

Se encontraba en la situación que meditó más de una vez como “ser invisible a todos” y como “gato”…podía decidir, sin sentir que había actuado por puro instinto o reacción y no por verdadero deseo. Podía cambiarlo todo. Tenía derecho.

Había poco tiempo y dos opciones: Una era correr sin dudar a la derecha, hacia el sitio donde Sofía iba a ser atropellada sin remedio, esto suponía arriesgarse a una muerte segura; su otra opción era…simplemente dar la vuelta y caminar a la izquierda, hacia el edificio de ladrillos rojos que lo incitaba a escogerlo como nueva opción.

Si optaba por lo primero, ya sabía el resultado.

Si optaba por lo segundo, nadie podría echárselo en cara, porque no sería su culpa.

Isaac ya podía ver la camioneta azul acortando la distancia velozmente.

Con un rápido y definitivo análisis, tomó su decisión. Izquierda.

Retrocedió lentamente, pero buscándola, la vio distraída leyendo algo mientras cruzaba la calle. Sucedió lo que temía y era inevitablemente.

Sofía, a merced del vehículo, no se movió. Los dos se encontraron con la mirada.

Se arrepintió de haber dudado, su vida no valía nada si la dejaba morir, corrió con todas sus fuerzas pese a la corta distancia y se lanzó, empujándola para salvarla.

El conductor alcanzó ver a tiempo la maniobra y giró el volante bruscamente a la derecha; tan inesperado, que se estrelló con el edificio de ladrillos rojos y la parte trasera de la camioneta derrapó embistiendo a Isaac, haciéndolo volar y caer a unos metros de distancia.

Ocurrió algo que no había pasado la primera vez: observó la camioneta incrustada en el edificio despedazado (¡Que cerca estuvo de acabar en medio!).

Comprendió: su destino era salvarla para salvarse. Extraño pero cierto.

No podía moverse y no lo intentó, Sofía se acercó corriendo y se arrodilló junto a él, ya se notaba el golpe en su cara.

No oyó nada, pero sí leyó sus labios que decían que todo iba a estar bien. Cerró los ojos.

Cuando logró despertar, lo primero que vio fue a Sofía, sentada en una silla junto a la cama del hospital, le sonreía tímidamente.

Isaac se acostumbraba, sin ningún esfuerzo a verla muy seguido junto a él.

Percibió las secuelas del accidente, le dolía todo el cuerpo y de alguna manera se alegró, eso le indicaba que estaba vivo.

—Hola…yo, soy…

—Sofía —completó él sin dudarlo.

Ella abrió mucho los ojos, sorprendida.

— ¿Cómo sabes mi nombre? —pregunto con la voz apenas audible.

Isaac pensó en todo lo que había pasado, no pudo contestar, solo sonrió.

—Me dijeron que tu nombre es Isaac… gracias —dijo ella con naciente desconfianza.

—Si, pero eso ya lo habías dicho antes.

—No es posible, estabas en coma —. Dijo como para convencerse— Los doctores dicen que estuviste muerto, solo un momento.

—Pero te escuché —aseguró él sinceramente.

Sofía se planteo la idea de salir del cuarto y no regresar, por un puro impulso reprimido, se quedó.

Isaac notó el gesto y supo que debía contarle todo, no quería que ella se fuera creyendo que un loco que sabía su nombre, “casualmente” la había salvado.

—Sofía… —dijo él nervioso.

Su conversación se alargó mucho, le contó todo.

Ella, mientras escuchaba el relato, atravesó por todas las emociones posibles.

— ¿Cuánto tiempo dices que estuve así? , no lo creo —sentenció Isaac perplejo, después de enterarse.

—Ahora ponte en mis zapatos —dijo ella con un dejo de sarcasmo.

Se miraron y desviaron la vista.

—Tengo que irme —. Se puso de pie dispuesta a salir, pero se detuvo en la puerta— Te creo.

— ¡Sofía!...tu anillo, el de la piedra verde, está debajo de tu mesa.

Ella abrió la boca sorprendida, pero no quiso preguntar.

Fueron demasiadas emociones para ambos.

Se despidieron con un gesto de la mano y una sonrisa en la cara.

Ella reanudó la promesa de visita para el día siguiente.

Él entendió que no hace falta más de una oportunidad para hacer lo correcto.

Secretamente y sin saberlo, ambos pensaron lo mismo: el destino y las circunstancias los habían unido y ninguno iba a permitir que eso cambiara.


FIN.

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