septiembre 07, 2009

Confesión por escrito


--> − ¡Nadie entiende! ¡Nadie entiende, yo la maté, la maté!− gritaba el desgraciado.
Dos enfermeros del hospital psiquiátrico lo mantenían imposibilitado, usaban toda su fuerza y solo así conseguían retenerlo pegado de cara al piso, con los brazos retorcidos tras su espalda.
− ¡Tengo pruebas, yo la maté! –su garganta parecía a punto de ceder, los alaridos atronadores que brotaban desde su estómago amenazaban desgarrar las cuerdas vocales. Sus ojos casi se salían de las órbitas por el esfuerzo.
Los objetos impecables de la blanca estancia comenzaron a menguar; parpadeaban por momentos, se desdibujaban, las líneas de sus contornos vibraban ligeramente para difuminarse poco a poco. Los sedantes surtían efecto, lo enviaban a alguna parte de su inconsciente, desde donde aún podía imaginarla tirada sin vida, embarrada en su propia sangre.

−Inmediatamente doctora, la dosis normal, despertará en media hora. Nos dio algunos problemas y no dejaba de gritar que había matado a una mujer.
− ¿Qué dicen las autoridades?
−Solo lo retuvieron durante unos veinte minutos, pensaron que no estaba bien de la cabeza y lo trasladaron enseguida; venía esposado e inconsciente.
La mujer no se detuvo un solo segundo mientras entrevistaba al enfermero, el hombre caminaba medio paso detrás de ella relatándole los pormenores.
− ¿Cómo lo hizo?
El enfermero se detuvo y ella no pudo menos que notarlo y mirarlo un poco fastidiada.
−No mató a nadie −afirmó haciendo un gesto de hombros y de palmas extendidas–. No hay pruebas, no hay personas desaparecidas, no existe la mujer que él nombra, no hay crimen por ningún lado.
La doctora miró a su interlocutor sin verlo, como si más bien éste se interpusiera en su línea de vista. Se permitió por unos momentos un gesto de desconcierto y enseguida enfocó la mirada, cambió el saco de un brazo a otro y se mostró exasperada.
−Bien doctora, no la interrumpo más, el paciente se designó al doctor R…
−No, asígnelo a mis pacientes, gracias.
El hombre permaneció plantado tal como estaba, escuchando los taconazos alejarse; primero sobre un mármol durísimo y posteriormente sobre un tramo de duela pulida. Al final de su recorrido diario –como para sellar el conjuro– la vieja bruja le acomodó el acostumbrado golpe a su puerta.

Aceleró el paso a modo de nivelarlo a su habitual ritmo sin interrupciones, sin un Héctor hablando hasta por los codos. Caminaba rápido y mirando de frente; las puertas de ambos lados del pasillo se confabulaban en su mente para contribuir a simular un ejemplo pasable del efecto Doppler.
La placa rezaba: “Hospital de análisis y salud mental. Directora general…”
Ni siquiera la miró. Azotó la puerta de su oficina.
Hizo algunas llamadas: un cirujano, una trabajadora social y algún otro sin importancia. Aburrido, aburrido, aburrido.
Leyó el nuevo expediente.
Carlos Cortés, sin antecedentes penales, sin previas consultas psiquiátricas, sin familia ni enfermedades genéticas hereditarias, aparentemente sano, aparentemente inocente, aún cuando él afirmara –a berridos− lo contrario.
Le gustaba la psiquiatría a un nivel criminal. Lidiar con las mentes que además de enfermas, tenían algo de retorcido y peligroso.
Y definitivamente Carlos Cortés prometía.

Al abrir los ojos e ir retomando conciencia de su situación, Carlos Cortés intentó levantarse pero no se movió; gruesas correas lo sujetaban firmemente a la cama de hospital.
Tendrían que creerle, serían olímpicamente estúpidos si no lo hacían. Abasteció los pulmones y se dispuso a continuar donde se había quedado.
−Lo sé, usted mató a una mujer, no grite.
Carlos Cortés estuvo a punto de atragantarse con su propio aire −si tal cosa fuera posible− y apretó los puños. La cabeza le daba vueltas y había tras sus ojos un par de punzadas palpitantes que le predispusieron una migraña.
−Y bien, señor Cortés ¿cómo se llamaba la difunta?− preguntó sin ganas.
Algo en la cabeza de esa famosa doctora, esperaba oír una buena historia, con algo de tétrico y oscuro, deseaba que él fuera uno de “sus favoritos”.
−La maté…
Se miraron largamente, ella lo estudió a fondo para revelarse a sí misma el veredicto final.
El hombre no mentía; llevaba labrada la verdad en la solemnidad de su escueta frase. Sonrió.
− ¿A quién? –susurró con el atisbo de mueca aún dibujado.
−Se llamaba Dulce Amor –el tono casi alegre impreso en la declaración alertó los sentidos de la doctora.
Desechó el sentimiento de aprensión y recobró su cotidiano y ácido registro facial, aunque se abstuvo de mirarlo a los ojos el resto de la entrevista.
− ¿Apellidos?
−Nunca lo supe −ladeó la cabeza calculando las palabras−. Siempre he tenido problemas con los apellidos, preferí no saber…

La doctora se sorprendió un poco al conocer la historia los primeros días, pero al cabo de unas cuantas sesiones estuvo bien segura.
¡Por fin estaba lidiando con un verdadero asesino! Le había descrito todo tan detalladamente que llegó a imaginarlo, una vez incluso sintió el olor de la sangre, las manos se aferraban al borde de la cama de hospital y Carlos parecía no acabar de hablar nunca.
Le contó como Dulce Amor se había retorcido en el sitio donde había caído hasta que se secó su garanta, se acabaron sus gritos y los ojos se le tiñeron de algo parecido a un vidrio líquido; o cuando le habló de la mancha de sangre en la pared y la alfombra, de cómo brotaba, se disolvía con el oxígeno y pasaba de un rojo oscuro hasta un marrón seco…
El hombre la había fascinado. ¡De verdad tenía algo podrido en su mente!
Pero aún quedaba un cabo suelto: ¿cómo era posible que la policía no investigara a fondo, cómo podían seguir negándose tremenda verdad? ¡Negligencia!
Arrugaba la frente tan solo de pensarlo.
No quería que un asesino serial en potencia se escapara, y si ella podía ayudar a evitarlo, lo haría a cualquier precio. Otra vez la misma sonrisa-mueca.
- - -
A ni uno solo de sus colegas se le habría ocurrido pensar que algo estaba fuera de regla. La mejor y más famosa doctora de la institución escoltaba a uno de sus pacientes fuera de las instalaciones de la clínica; la orden de alta estaba firmada y la receta de calmantes y antidepresivos surtida. Ya casi nadie recordaba demasiado la primera y única escena de Carlos Cortés, montada el mismo día de su llegada.
Gajes de oficio.

Llegaron a casa de Carlos, era la única manera de creerle del todo, ver la evidencia.
El miedo siempre había estado al final de su lista de sentimientos disponibles, y ahora que se veía frente a él, no podía negarlo, le estaba gustando ese miedo; se estaba deformando en una clase rara de adrenalina provocada. El hombre había matado a Dulce Amor quien sabe cuantos días atrás y solo ella contaba con esa maravillosa verdad.
Las llaves tintinearon en las manos nerviosas de Carlos antes de que éste y su temblor, pudieran concentrarse en la ranura asimétrica de la puerta.
La casa olía terrible: algo seco y a la vez mojado, fácilmente podría haber sido el aire aislado y respirado durante varios días por cosas sin vida.
Carlos siguió caminando delante de ella, como un fiel lazarillo. Cruzaron la cocina, la primera estancia, un pasillo con sus cuartos a ambos lados y al final, justo después del baño, se vislumbró un escritorio resaltando en un cuarto vestido de verde oscuro y caoba.
Y solo en ese instante fue cuando Carlos volteó a mirarla; la euforia contenida se le anexó en la expresión, en la respiración, en la sonrisa que se ensanchaba muy lentamente…tomándose su tiempo, calculando, recordando, imaginando.
Dulce Amor había muerto, es cierto, pero ahora que lo pensaba mejor, fue la opción perfecta, quizá incluso lo mereciera.
La sonrisa llegó a su punto cumbre cuando sobre el escritorio colocó la caja. Un baúl que sin esfuerzo podría contener una cabeza y quizá un par de brazos…o una pierna.

La electricidad que sentía en todo el brazo aferró −aún más fuerte− sus dedos entorno al cuchillo hurtado que le acompañaba desde la cocina. Ni siquiera se molestó en esconderlo, y ante los ojos de la nueva víctima, le descargó una puñalada mortal en el pecho.
El grito ahogado y la sangre que ganaba terreno marcando nuevos límites anárquicos, fueron los únicos testigos oculares de la muerte de Carlos Cortés a manos de la doctora.
Todo había terminado. Carlos había robado la vida a Dulce Amor, pero ahora él estaba muerto y ya no podría lastimar a nadie más. La doctora estaba satisfecha.
Al segundo siguiente la mujer se situó frente al baúl abierto, manoseando el contenido. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, desapareció todo la locura que se había anidado en su cabeza desde conocerlo y por primera vez aterrada, grito y se echó a temblar arrodillada junto a Carlos, sobre su sangre. El contenido del baúl yacía en su propio regazo, intacto.
Una pila de hojas blancas escritas a mano.
Cuando desesperada encontró la última hoja, leyó en voz alta.
“…de pronto y sin más, Dulce Amor estaba muerta…”
Los temblores de su cuerpo cambiaron, se le estaba form
ando una regurgitarte carcajada dentro del cuerpo, las manos dejaron de temblar y sin poder contenerse más, la risa le brotó sincera, exponencial e histérica.
− ¡Un libro, un libro! ¡¡¡Carlos Cortés me hablaba de
un libro!!!
Y por fin, libremente, la locura.
¡Ella podía ayudar a Dulce Amor, la haría vivir de nuevo, no le costaría trabajo!
Si, sí, lo haría por Carlos Cortés que había sido
de entre todos, su paciente favorito.
Fin.

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